Comienza la purga. Se encierra bajo llave, estático, como catatónico. Rebobinando la vida despacio para luego pulsar el play y verla como una película, intentando recuperar cada trozo de su historia. En el tránsito, del presente al pasado y vuelta al mismo, sufre infartos espasmódicos en los que su llanto es tal, que golpean la puerta con fuerza desconocidos. No para exigir silencio. Si no para animar a un alma sin ánimo, alguien que olvidó quien era. Se desintoxica del mundo que le absorbe. Extirpa de si mismo el odio, la ambición, la envidia, el materialismo. Pero incapaz de más cae en un profundo sueño del que solo le despertará el efímero deseo de volver a ser quien era, una estrella fugaz de su oscuro cielo, sin brillos de esperanza. Un ser camaleónico cansado de regalar sonrisas a incapaces, harto del odio y la ambición que paga sus facturas y deteriora su espíritu, henchido de aire podrido, como putrefacto. No existe fármaco que cure el alma envenenada. Puedes combatir los síntomas consumiéndote en drogas, siendo falso y mentiroso diciendo que estas bien, que eres feliz. La mayoría de las veces la felicidad es un estado de ánimo y no un deseo platónico, o un objetivo cumplido.

