De mí decirte, que podría vivir perfectamente bajo el agua con los pies enterrados en cemento y con veinte gramos de oxígeno en un vaso de plástico sin tapa. Que le vendería mi alma al diablo a cambio de un kilo de coca y rogaría el perdón de los dioses durante el síndrome de abstinencia. De mí decirte que no soy de fiar, que detrás de cada una de mis sonrisas hay cien puñaladas esperándote. Que mi corazón pesa lo mismo que el de uno que nunca pidió disculpas, lo mismo que el de uno que siempre exigió sacrificios.
Me preocupo más por lo que no consigo decir que por las cosas que digo, pues unas mueren conforme salen de mi boca y las otras sobreviven comiéndose mis entrañas. Amo el silencio por encima de todas las cosas y sigo pensando que transmitimos más cuando callamos. Pero reconozco que el silencio me mata de a poco, en sorbos amargos de rencor que envenena unicamente al que lo padece. Soy mi propia enfermedad con la cura brotando de la punta de mis dedos.
A veces rompo a llorar sin anestesia, ese llanto que realmente duele por dentro. Y cinco minutos después vuelvo a esta catedral en la que solo se oyen el eco de mis pensamientos, recurrente y predecible como un cobarde. Es complicado describir la realidad cuando la has maquillado para que no te asuste de lo fea que es. Cuando has tomado la decisión de prohibir tus sentidos al mundo y el mundo a tus sentidos. Un castigo en privado, un paraiso indecente, una calma insoportable.

Tengo kilos de odio en formato de papel pesado. Nunca he podido deshacerme de ello. Lo arrastro desde que tengo conocimiento. Cuando me independicé de los brazos de mi madre, ella se ocupó encarecidamente de que los llevara conmigo. He intentado abandonarlos en la casa de alguna exnovia con la escusa del olvido. Siempre vuelven conmigo, como pensamientos eternos a los que estoy adicto por su simple existencia. Debería quemarlos, debería quemarlo todo.
De mí decirte que sueño lo mismo todas las noches pero nunca lo recuerdo. Sé que esto sucede porque me levanto con la misma sensación toda las mañanas. La sensación de haber vuelto de visitar una tumba que solo yo conozco, porque yo fui el culpable de enterrar el cuerpo que yace en su interior. Como si hubiese sido yo quien hubiera matado a esa persona. Solo fue un sueño, no importa.
No tengo hambre, no tengo ambición. Son cosas distintas pero a mi me parecen tan similares. Tan imposibles de saciar con lo poco que te ofrece el mundo. Bocados de fortuna para unos que nunca supieron saborear la riqueza o la fama, y acabaron empachados de su propio orgullo. Caminan como con obesidad, prietos del ego, su piel a punto de estallar, o por lo menos así los veo yo. Pero alguna razón les mueve a cumplir todo aquello que se proponen. Yo estoy en el otro estado, gaseoso, frustrado. No puedo hablar de lo que es conseguir lo que uno ambiciona, lo que uno desea. La verdad que con esta miseria de vomitar palabras en cualquier parte, en trozos de papel o internet, ya me basta. La envidia es como un palco de platea sin censura. De cualquiera de las maneras tendrás que permanecer callado.
Más, joder ¿Qué más decirte de mi? Que soy abstracto en el sentido más abstracto de la palabra. Que cuando llueve no me mojo y si me pinchas no me duele. Que soy el héroe de todas mis victorias y que solo mis enemigos conocen mis derrotas. Un ejército de un hombre contra el mundo a manos desnudas. El marido perfecto para tu hija si toleras el aura de muerte que me sigue a todas partes.
Y creo que con esto es suficiente.
